SUR CORDOBÉS SUR CORDOBÉS

SUR CORDOBÉS Argentina

Los caminos del Libertador

“Si hay victoria en vencer al enemigo, la hay mayor cuando el hombre se vence a sí mismo” General José de San Martín.

Especiales
andes 11

Allá por el mes de setiembre pasando historias de instagram, el algoritmo o el azar me llevó a encontrar una propuesta que jamás había imaginado.

Cruzar los andes por el camino del Ejército del Libertador General Don José de San Martín.

En un primer momento la historia me pareció buena para tomar captura de pantalla y compartirla con mis contactos, no creía que yo pudiese hacer ese cruce, pero la propuesta era por demás interesante desde su valor histórico, su sentido nacional y el desafío personal que implicaba.

Mis contactos me contestaron con interés, pero ninguno de ellos estaba preparado para esta travesía en aquel momento. tomé la decisión de hablar con mi familia y preguntar si era posible hacer este viaje.

Desde hace años por distintos motivos las vacaciones son algo que he venido posponiendo y mi compañera no dudó en envalentonarme para hacer el viaje.

Así fue que me puse en contacto con Ariel Pérez, un rosarino que ama la historia con una pasión contagiosa y ha hecho este cruce varias veces como para permitirse organizar semejante travesía junto a su hijo Nahuel y Fabián Campusano, un baqueano que hoy vive en la localidad de Barreal en la provincia de San Juan.

Ariel ha escrito dos libros que aún tengo pendientes de leer, “Vámonos”, en el que cuenta el cruce de los andes y “San Martín y sus fantasmas" donde se anima a entablar diálogos del viejo general con las personas que han sido parte de su vida y de su historia.

La logística del cruce comenzó allá por setiembre y las dudas sobre semejante aventura también, Los Andes representan un desafío inigualable desde sus formaciones montañosas, el clima y las vicisitudes que implican ir a un lugar así con la menor cantidad de cosas posibles.

El cruce de Los Andes no podría definirse desde mi punto de vista como un viaje turístico, sino como una travesía o una aventura y vaya si lo fue.

Tuve la enorme suerte de lograr obtener un cupo en el viaje del 3 de enero, arrancar un año cruzando la montaña es una muy buena forma de afirmar que será un gran año y que los desafíos por delante te van a fortalecer.

Como corresponde a los tiempos actuales y a cualquier viaje de estas características se armó un grupo de wasap con gente absolutamente desconocida y de distintos puntos del país.

Desde el wasap uno no puede asegurar conocer a nadie y mucho menos saber quiénes compartirán esos siete días que parecen poco, pero no lo son. 

Mientras se organizaba la logística de cada viajero surgían las dudas, las palabras de los menos tímidos y la motivación de Ariel que es un condimentador maravilloso para agregarle la mística necesaria a semejante travesía.

Apenas pasado el brindis de fin de año subí a una camioneta con cuatro desconocidos rumbo a Barreal, viniendo de distintos lados, distintas historias, pero con el mismo objetivo.

Al llegar a Barreal comenzamos a conocernos entre la comitiva con la que disfrutaríamos uno de los momentos más importantes de nuestra vida. 

Sin saber todavía lo que nos depararía el viaje y con las montañas como testigos de esta aventura que empieza a escribirse entre mates, charlas y presentaciones.

Esa tarde Ariel y su hijo Nahuel se hicieron presentes explicando algunas cuestiones claves del viaje. El desafío estaba en marcha y la primera tarea no era nada fácil, llenar dos alforjas con un espacio que a simple vista parecía muy reducido porque sería lo único que llevaríamos en el viaje.

Llevar dos alforjas es un desafío complejo cuando estamos tan acostumbrados a tener a mano todo lo que necesitamos y vamos rumbo a un lugar fuera de la civilización.

La primera noche en Barreal, asado de por medio nos empezamos a conocer, trayendo todavía mucho de esa coraza que nos hace ser quien somos en nuestra vida cotidiana, pero sin abrirnos a esa autenticidad que somos en realidad.

Al día siguiente comenzamos desde temprano a despojarnos de muchas pertenencias y lo más importante, nuestros teléfonos quedaron sin señal hasta el final de la travesía. Comenzaba un camino interior tan profundo como altas son las montañas que íbamos a cruzar. 

Desde la casa de Fabián partimos rumbo a Hornillas, lugar en el que el Ejército Libertador se abasteció para aquella heroica gesta de 1817.

En Hornillas nos recibió Marcelo que vive en una casa rodeada de montañas, una acequia y un río del otro lado de la calle. 

Acá comenzaba nuestra aventura con un asado épico con el que nos olvidaríamos por varios días de quienes somos para volvernos más auténticos y cercanos en una experiencia única. 

Empezando la tarde llegaron los baqueanos con los caballos y mulas que nos acompañarían en la travesía, un espectáculo maravilloso que imprime pasión y ansiedad por este viaje. 

Por la tarde observamos la preparación de los animales mientras les ponían las herraduras para el cruce y conocíamos a quienes serían nuestros compañeros de viaje más importantes porque nos trasladarían a través de la cordillera. 

Dormimos en las carpas a la luz de la luna y por la mañana comenzó la travesía con sus días y sus noches que empezarán a cambiar dentro nuestra la mirada sobre el mundo, la vida y lo importante. 

Por la mañana arrancamos bien temprano con un desayuno que se repetiría en los días siguientes. 

Cada uno montó como pudo su animal, las alforjas representan un obstáculo que aprenderíamos a superar a lo largo de los días, o al menos lo intentaríamos. 

Salimos de la casa de Marcelo a conquistar la montaña, primeramente, por un camino tipo calle y luego empezó la odisea de adentrarse entre subidas, bajadas y comenzamos a ver precipicios a los que pasábamos por el costado confiando en la sabiduría de los animales. 
Los guías baqueanos hicieron gala desde ese día de su prestancia yendo y viniendo por el costado de la columna, viendo nuestras monturas, indicando el ritmo de la marcha y donde parar. 

Tras varias horas de cabalgata llegamos al primer objetivo, el Peñón, un lugar con una vista fabulosa, con un río frío como todos los de montaña pero que nos permitiría disfrutar de un agua inigualable. 

Durante ese día pasamos por Manantiales y el aire sanmartiniano empezaba a contagiar al grupo. 

El segundo día sería un ascenso muy importante hasta el lugar más alto de nuestro camino llamado El Espinacito, a 4600 metros sobre el nivel del mar. Allí el desafío era trepar. 
Íbamos con nuestros animales en fila india por caminos que apenas tienen unos pocos centímetros de ancho y acompañados de una nevada mientras nuestros animales se esforzaban por subir en una titánica tarea. 

El ascenso al Espinacito fue un momento muy emotivo en el que no faltó vivar a la Patria y al General Don José de San Martín. 

Con una vista privilegiada e inigualable desde ese punto todos estábamos maravillados. Habíamos llegado a un lugar histórico al que pocos llegan y gracias a Fabián y su equipo nos encontrábamos allí, pero faltaba mucho para completar la travesía. 

Si es difícil el ascenso al Espinacito, su bajada no lo es menos. 

En un camino totalmente sinuoso con barro y piedra al borde del abismo comenzamos el descenso a pie con el animal detrás nuestro. tal vez en este momento uno se explica cuan agradecido debe estar por el trabajo de su caballo o su mula que desafía a la montaña. 

Tras algunos tropezones llegamos a un punto donde nuevamente podíamos montar y sentir la seguridad del caballo o la mula para continuar el recorrido. 

Uno de los amigos que me hice en este viaje mencionó que le tuteábamos a la muerte cuando caminábamos al filo del abismo y pienso que no estaba tan errado, aunque la voluntad y el impulso de vida en aquellos momentos es enorme, fundamentalmente sostenida por el espíritu colectivo. 

En estos momentos es donde el grupo empieza a ser el sostén más importante para superar los obstáculos que atemorizan por más preparado que uno vaya para esta experiencia. 

La bajada continuó con varias inclemencias climáticas, luego de la nieve vino la lluvia, la aguanieve, lluvia de nuevo y viento frío hasta que llegamos tras unas horas a un paisaje mucho menos hostil en lo que se llama Vega de Gallardo. 

Allí acampamos junto a un río y después de un rato encontramos a la otra parte del equipo con los baqueanos encargados de trasladar las mulas de carga con nuestras carpas, bolsas de dormir, alimentos y la logística fundamental para el campamento. 

Para estas alturas el grupo empezaba a fundirse en experiencias, subjetividades y esa sensación de equipo que había logrado sin más superar un desafío tan complejo que las palabras no alcanzan a describirlo. 

En este tipo de travesía, la comida es un momento fraterno, nos une, nos da seguridad y el calor de un fogón. 

La cena es el momento donde toda la adversidad que uno enfrenta se convierte en anécdota y sonrisa. Unión y confianza podrían ser las palabras que mejor describan los valores que nacen de estos momentos. 

Allí en Vega de Gallardo viví la primera pérdida importante de algo tan simple que allí tiene más valor que el oro. 

Cuando lavaba en el río mi recipiente para la comida me tropecé y se llevó mi plato la corriente, una angustia e impotencia me invadieron en ese momento. ¿Con qué comería los días siguientes allí en la montaña? 

Los baqueanos en aquel momento fueron un fundamental cable a tierra y me calmaron diciendo que de alguna forma se solucionaría. 

Allí en la montaña cada elemento dentro de la alforja significa tu supervivencia. En la cordillera no se usa la plata, nada puede comprarse, no existe el delivery. Sólo estás vos, tu grupo, tu animal y lo que has llevado. 

Al día siguiente cabalgamos hasta el Valle de Los Patos, en aquel lugar hay todavía armados unos corrales de piedra levantados por el Ejército Libertador cercanos al puesto de gendarmería Ingeniero Sardina que se encuentra sin ocupar desde hace algunos años. 

Allí, en ese inmenso y bello valle rodeado de montañas crece un pasto verde y tierno que utilizan para pastar los animales. 

Aquí llegamos el seis de enero, día de reyes, a la mitad de la excursión, ese día, aunque algunos se rían de la anécdota, se aparecieron tres jinetes cruzando desde el puesto de gendarmería donde acampaba otro grupo hasta nuestro campamento a saludar mientras la tarde iba cayendo. 

Uno de los tres jinetes era sacerdote, el Padre Ignacio de la provincia de Buenos Aires. Luego de compartir algunas charlas, bendijo nuestra excursión. 
Ellos habían llegado al hito con lluvia y el clima se mantenía entre lluvia, sol y viento por esos días, pero sería así el resto de nuestra excursión. 

Ese mismo día los baqueanos encontraron un plato verde y me lo regalaron, creo que ha sido el mejor regalo de reyes que recibí en mi vida. 

Que tan poco sea tanto es parte del sentido que tiene la montaña sobre nosotros y la inapelable filosofía de que lo importante no es lo urgente. 

Al día siguiente fuimos hasta nuestro objetivo, el hito o la frontera con Chile, la cabalgata duró varias horas con unas vistas maravillosas, cruzando montañas con los abismos silbándonos en los oídos y luego de una larga meseta llena de turba se encuentra el hito con los bustos de San Martín y O Higgins. 

No podría describir la emoción de llegar allí, de volvernos uno con la historia, de comprender la voluntad de aquellos hombres para luchar por la libertad, pero además vencerse a sí mismos en sus miedos para cumplir este cruce y luego ir a la guerra contra el Ejército realista. 
En este lugar nuestro grupo vivió lágrimas de felicidad, sonrisas, abrazos, felicitaciones. Nos amontonamos en una foto que por el resto de nuestras vidas nos acompañará para recordarnos que nada es imposible. 

La vuelta del hito al Valle de Los Patos fue larga, nuestro cuerpo ya sentía el cansancio del viaje. 

Del Valle de Los Patos salimos al día siguiente rumbo a Vega del Cura, una ciénaga con piedras de muchos colores, montañas y río. 

Un camino pintoresco acompañado al igual que otras partes del viaje por guanacos que nos observaban desde la montaña, algunas liebres, algún cóndor majestuoso planeando entre las montañas y vaya uno a saber que otros animales más que no alcanzamos a ver. 

En la Vega del Cura la lluvia nos acompañó incesantemente, las inclemencias climáticas son un factor clave, el poder humano es finito en aquella inmensidad con el poder omnímodo de la madre naturaleza. 

Desde Vega del Cura subimos a uno de los lugares más maravillosos de la travesía, el Paso de la Honda. 

Comenzamos a rodear las montañas caminando con nuestros animales en un ángulo de cuarenta y cinco grados, bordeando el abismo mientras subíamos y la nieve de la punta de las montañas empezaba a ser pisada por mulas y caballos mientras nosotros superábamos miedos y disfrutábamos de un paisaje que nuestras retinas guardarán por el resto de nuestros días. 

Llegamos aquel día a la Estancia Manantiales, la travesía iba llegando a su fin, era nuestra última noche acampando y las experiencias, anécdotas, desafíos empiezan a ser parte del tiempo de descuento de una aventura sin igual. 

Al día siguiente llegamos a Hornillas, a la casa de Marcelo. El lugar ya no parecía tan inhóspito, la sensación era inversa parecíamos llegar a la civilización. 

Ariel nos recibió con unos sándwiches de milanesa, gaseosa y unas latas de cerveza. 

Tomar una cerveza fría luego de tantos días y sentir aquel ruido al abrir la lata es volver de repente al mundo, explorar desde el sentido del oído que ya volvíamos a la civilización. 

No voy a mentir que me costó varias horas luego de volver a Barreal poder asimilar nuevamente la civilización, revisar mensajes en el teléfono, volver a lo cotidiano. 

Pero también es cierto que no volví igual a como fui, me hermané de un grupo de gente maravillosa porque la inmensidad de la montaña nos hace reconocer nuestra finitud y comprender que la unión hace la fuerza. 

En este camino te codeas con la historia porque de alguna forma vas atraído por la gesta del Libertador, pero también vas a vencer tus miedos, a superarte y hacer algo que no tiene comparación con los demás, pero si con vos mismo. 

Estás solo en la inmensidad y acompañado por desconocidos que se vuelven conocidos como si toda la vida la hubieses compartido con esa gente. 
Es que tal vez, si bien en tiempo fueron pocos días, en grado de conocimiento los viste de forma auténtica, genuina, despojados de todo ese traje artificial del rol y la vorágine cotidiana de la civilización. 

Un viaje maravilloso, muchos tuvieron la suerte de hacerlo con sus hijos, hijas o pareja. Una experiencia que creo que vale la pena hacerlo si se animan. 

El cruce de Los Andes no podría definirse como turismo, antes que nada, es un viaje al interior profundo de nuestro ser con la inmensidad de la naturaleza como testigo privilegiada de nuestro andar, el caballo o la mula permitiéndonos ese paso épico y el grupo con sus guías y baqueanos como sostén imprescindible de una travesía que vale la pena hacer al menos una vez en la vida. 

Luciano Giuliani

Te puede interesar

Lo más visto